PORNOGRAFÍA CHIC 

por Lara Schottland

En algún momento creí que la moda tenía algo que ver con el arte, con la sensibilidad, con cierto tipo de comunicación no verbal, creía en “usar la ropa para decir algo”. Pero con los años aprendí que lo único que se está diciendo es que todo lo que se ve está a la venta. Que no hay imagen que no esté contaminada. Que el cuerpo, incluso antes de hablar, ya está comprometido con una mentira. Porque ese fue siempre el objetivo real: fabricar mentiras disfrazadas para que las cosas entren por los ojos sin que duelan. 

La moda es uno de esos trabajos falsos inventados por los chetos para sentirse útiles. Te pagan por tener buen gusto y fabricar sentimientos, no hay nada más fantasma. Trabajar en moda supone un contrato por la sensibilidad propia, cuando en la realidad te quieren muda, barata y agradecida. Todo se reduce a resolver rápido, sin cobrar de más, sin pedir explicaciones, ni exigir nada. Es una industria hecha de cartón pintado: los modelos que no tienen nada para decir, los “creativos” que sobreviven con restos de presupuesto, los productores que cuidan como ratas bolsillos millonarios, los asistentes que se contentan con ser esclavos a cambio de poder decir que estuvieron ahí… Y todo para marcas que reciclan conceptos de Pinterest como quien revuelve basura estética, buscando algo mínimamente nuevo para seguir llenándose los bolsillos.

Nadie tiene ideas. Nadie tiene lenguaje. Nadie tiene hambre real. Son todos cadáveres exigidos por la ansiedad, tapados por una maquinaria de deseo superficial donde todo está muerto antes de usarse. Y yo, de forma muy consciente, soy parte. Lejos de decirlo con orgullo. Lo digo como quien confiesa haberse dado por vencida. Como quien acepta una compulsión más fuerte que su voluntad de cambio. No porque siga creyendo en algo de lo que alguna vez miraba con admiración, sino porque me rendí ante el impulso ciego de avanzar. No supe construir otro universo que sea lo suficientemente fuerte como para cambiar el formato, me fue más cómodo seguir aceptando las migajas que me fueron llegando.

El cliente promedio suele ser un mono con plata: sin criterio, sin visión, sin identidad, aires de superioridad y presupuestos, que aun teniendo acceso a ellos, no están dispuestos a invertir. Buscan la perfección en sus identidades inexistentes, copiadas. Y yo, bien boluda, escucho los caprichos, les digo que sus ideas son siempre “increíbles” y “originales”, y así persiste el ciclo infinito de la moda. Eso es, para mí, el acto más perverso. Me convierto en herramienta para que puedan copiarse de personas que ellos mismos detestan. Y les funciona. Y me odian tanto como se odian a ellos mismos, porque saben que es todo mentira y es todo irrelevante.

Hoy en día trabajar en moda es una versión pretenciosa de la prostitución, sacando los orgasmos y la plata. No se trata solo de poner ropa sobre un cuerpo: se trata de disfrazar un vacío, de tapar la carencia con telas, de simular carácter con personalidades completamente imitadas. 

La gente que consume ropa como si estuviera comprando sentido me da envidia. No porque compren, sino porque están completamente seguros de que están expresando algo. Se sacan fotos con ropa prestada y se piensan únicos. Se sienten suficientemente artistas subiendo fotos a Instagram. Usan las prendas como si fueran declaraciones de principios, pero en realidad no tienen ni principios ni pensamiento. Son maniquíes que hablan de estilo cuando no pueden ni pensar en su propio deseo sin referencias ajenas.

Y en ese panorama, yo me voy muriendo un poco cada día. Me muero cada vez que a todos les da igual todo. Me muero cada vez que alguien quiere hacer la nueva microtendencia de la semana. Me muero en cada shooting de campañas con diversidad falsa, con rebeldía domesticada, con estéticas progresistas solo porque vende. Me muero cada vez que veo un desfile, siento que soy testigo de un crimen. Un sacrificio de sentido en nombre del marketing.

La moda es un castigo que me autoimpongo todos los días. Y lo hago porque no sé tolerar el silencio de no tener ningún talento útil, porque prefiero seguir haciendo lo que conozco antes que enfrentar el abismo de cuestionarme mi valor por fuera del trabajo. Pero cada vez me cuesta más sostener la mentira. Cada vez me pesa más el gesto. Cada vez me resulta más difícil disimular el desprecio que siento por el ecosistema de la industria. Ya no me calienta nada de lo que hago, nada de lo que veo.

Lo obsceno me resulta más honesto que cualquier acto del buen gusto. No se necesita justificación, ni bajada conceptual, ni discurso publicitario. La perversión no tiene que explicarse: existe y punto. Y en ese gesto hay más verdad que en cualquier creación estética. La moda se disfraza de vanguardia, pero es moralista. Se viste de libertad, pero vive por y para el algoritmo. Por eso a partir de ahora voy a dedicar mi tiempo a desnudar en vez de vestir. La pornografía me parece la única forma de expresión visual que sigue logrando generar un impacto real, físico, visceral. No pretende educar ni emocionar. Y en este mundo, eso es más rebelde que cualquier acción intencionada a provocar. 

La ropa siempre responde a una expectativa. Nos separa del cuerpo, y por ende del hambre y de la pulsión. La moda construye un lenguaje donde todo está medido para no incomodar. Para ser deseable pero no excesivo, transgresor pero vendible, distinto pero siempre dentro del margen. Es la gestión del deseo bajo control.

La desnudez, en cambio, no se puede fingir. O se está, o no se está. No admite ningún tipo de discurso. La pornografía expone todo lo que la moda evita: las perversiones que existen por fuera de los límites del marketing. No tiene lugar para ningún tipo de “estética curada”, simplemente porque no es relevante.

El mundo de la moda es pornografía a medias, sexo sin orgasmo. Es softcore higienizado para consumidores asépticos. Y no hay nada más triste que una imagen que intenta excitar sin mojarse. En cambio, el porno no hace falsas promesas. No finge profundidad. No dice ser arte. No se esconde detrás de conceptos irrelevantes. No pretende conmover. Es la única forma que le queda al humano de enfrentarse con su propia mirada.

La realidad es que hay más verdad en una orgía grabada que en cualquier campaña con diversidad curada. Me interesa más ver un orgasmo asqueroso que otra tanda de modelos perfectos. Me cansé de vestir el cuerpo de personas que no saben quiénes son cuando se sacan la ropa. Porque yo sé lo que hay debajo. Yo sé que no hay nada. La moda es una maquinaria de deseo muerta. Un fetiche sin sustancia. Una colección de referencias recicladas por gente sin nada mejor que hacer. Yo quiero ver qué queda cuando se quedan desnudos, cuando se les derrite el maquillaje, cuando el cuerpo se queda sin recursos. Quiero imágenes feas, anti-algoritmos, incómodas. 

Estoy harta de la prostitución estética: cobrar por subirle el ego al cliente, sacrificando el cuerpo por el trabajo sin ningún tipo de satisfacción a cambio. A esta altura prefiero que mi público sean pajeros con la pija en la mano más que influencers que no pueden demostrar emociones por los botox en sus frentes. El pajero, al menos, sabe lo que quiere. Tiene una necesidad. Tiene un pulso. Tiene algo que perder. No está actuando. No necesita aprobación. Sólo quiere acabar. Y esa urgencia pajera me resulta infinitamente más real que cualquier reel editado para generar “engagement”.

De todo este odio acumulado, nace mi nuevo formato de expresión anti-algoritmos. Pornografía chic. Sin filtro, sin nada que esconder. Mi única forma de escaparles.